Para todo chico la Navidad es mágica. Recuerdo mil veces correr hasta la vidriera de Casa Bontempi a observar, por largo rato, el castillo de Grayskull. En ese tiempo me obnubilaba mirando dibujitos y después trataba de ser como ellos. Pero había uno que no me perdía nunca, ese dibujo era Heman. Yo ya tenía el muñeco musculoso “articulado por la cintura”, entonces pedí el castillo. Después de escribir la carta, no pude olvidarme del asunto. Los días se hacían largos y por las noches me entraba en el cuerpo una ansiedad que no me dejaba dormir. La navidad llegó, se reunió, en la casa de mi abuela, esa especie de zoológico familiar. Todos deben tener alguna tía que cocine muy bien u otra que sostiene su sobriedad con orgullo y ese día no se acuerda ni para qué. Y está también ese primo con más de treinta que lidera el grupo de los que tiran cohetes. O algún abuelo que se duerme antes del brindis. O los peleados, que minuciosamente especulan donde sentarse.
Todas esas cosas, ese encuentro de personas, no las veía. Yo rondaba nervioso, cerca del arbolito. Trataba de visualizar mi regalo, especular, por el tamaño, lo que habría adentro de esa caja.
Muchos años después, ya casi grande, me fui lejos de mi familia. Apoyado en la ventana de un departamento veía millones de luces que se encendían y se apagaban. La navidad estaba cerca y a mi espalda, dentro de mi departamento, la noche. Negra, oscura. Ya no persistía ese deseo de descubrir qué había en mi caja, puesto que no había caja. Ese día sentí que algo se rompía, como si me encaminaba a un mundo al cual no quería acceder. A partir de esa noche, las vísperas de las Navidades que siguieron, no hubo magia, ni me entraba esa ansiedad que no me dejaba dormir.
Pero una Navidad me encontré cantándoles con mi primo a mis tías abuelas tangos como Afiche o Garúa. Entonces, volvió la magia, volvió esa felicidad a la cual ya le había perdido el significado. Y en esa magia la veo a mi hermana que destapa un Ananá Fizz y se olvida de la abstinencia y se sienta a mi lado. Y la tía que hizo esa torta que nos gusta a todos. Y al tío, encargado del asado, que no se le entiende lo que dice. A mi primo con el encendedor y los chicos atrás, mirando, asombrados, los cohetes. A mi abuela en silencio que sonríe y se le escapa una lagrimita al ver como ha crecido la familia. Entre las luces que se encienden y se apagan, entre los restos del lechón y los corchos de sidra, entre un sobrinito en brazos y las cañitas que estallan en el cielo.
Ya no sueño con tener el castillo de Grayskull, ni intento ser Heman. Sueño con otra cosa, quizás más utópica, sueño que en esa caja que me espera bajo el árbol, estemos riendo y brindando, todos juntos.
Martín Fontana
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